
HENRIQUE G. FACURIELLA
Recientemente titulado en Londres, Gaspar Muñiz Álvarez (Oviedo, 1978) ha obtenido su licenciatura en Dirección de Orquesta Sinfónica con matrícula de honor. Fue niño cantor con el maestro Alfredo de la Roza, quien lo inició en la dirección coral, y al que asistió en numerosas ocasiones al frente de la schola cantorum del Seminario y de la Escolanía San Salvador de Oviedo. Fallecido su primer maestro, lo sustituye en la dirección de la escolanía durante casi diez años, y ofrece con esta coral conciertos muy bien acogidos por público y crítica en España, Portugal, Francia, Suecia e Italia. En la primavera de 2013, crea la Orquesta Sinfonietta Concertante, concebida como una academia orquestal, en la que los músicos completan su formación con la práctica de conjunto en un ambiente de trabajo constante. Presbítero de la diócesis de Oviedo, en la actualidad, se encuentra en Roma realizando los estudios conducentes al título de Licencia en Sagrada Liturgia por el Pontificio Instituto San Anselmo, la institución académica de más prestigio internacional en dicha materia.
–¿De dónde nació su vocación por la música?
–Creo que se lo debo a mi familia. Mi madre canta muchísimo, y mi padre y hermanas, también. La música cantada está siempre presente en la vida cotidiana. Aún hoy, mi madre, le canta mucho a sus nietos. Tras hacer la comunión, me parecía que una manera de seguir enganchado a la Iglesia era cantar, y fui a la Escolanía San Salvador. Allí, en la figura del tan llorado don Alfredo de la Roza, se abrió un mundo nuevo. Era tal la felicidad, que en los 18 años que estuve bajo sus órdenes, sólo falté a cuatro ensayos. Ir a cantar es el mejor broche de oro para un día intenso, bien por los estudios, bien por el trabajo.
–¿Por qué y cómo dio el paso de la dirección coral a la dirección de orquesta?
–Como tantas cosas en mi vida, fue fruto de un dejarse guiar. No tenía intención ni ganas, la verdad, pues no me veía capacitado para ello. Pero en enero de 2011 me pidieron acudir a un curso con mucha insistencia y, por ayudar, fui. Había hecho ya algo con otro maestro, pero apenas unas horas y no me sedujo lo suficiente. Pero en el curso del que hablo, conocí al maestro Cristóbal Soler, todo un referente del mundo orquestal, y él sí que me abrió un mundo tan interesante como seductor. Más adelante, después de prepararme con uno de sus asistentes, me cogió él mismo como alumno y estuve trabajando y estudiando con él. Ver el resultado de su estudio y de su pedagogía del trabajo ha sido el verdadero motivo por el que me abrí paso en este mundo, aunque sin abandonar la dirección coral que tantas satisfacciones me ha dado.
–¿Cuáles son sus referentes en la dirección orquestal?
–En esto hay variedad. Si he de poner el primero, ese es Carlos Kleiber: sin duda, para mí, el más grande. Después Karajan, y después… hay muchos otros. Del mundo orquestal, me gusta mucho Mariss Jansons, Abbado (ya fallecido) y Muti. Y he descubierto a uno también fallecido pero al que me siento cercano, que es Wolfgang Sawallish. Y del mundo coral, hay muchísimos referentes también… tantos que prefiero no citar. Pero si he de optar por uno, aquí y ahora, sería por Cristóbal Soler, porque tiene muchas cosas de todos ellos.
–¿Cómo ha evolucionado como director desde que formó la Orquesta Sinfonietta Concertante hasta la actualidad?
–No quisiera que los que no me conocen pensasen que soy un director de orquesta al uso, porque no lo soy. Así que la evolución no es la de la carrera meteórica que a nivel profesional se busca. Mi evolución es más tranquila, menos ansiosa: todos quieren ser directores estrella a los 15 años… y creo que ese camino no es el mío. La música ha de comunicar algo, que no es solamente un montón de notas correctamente ejecutadas. Interpretar, ya lo decía Stravinsky, requiere de mucha cultura, de mucho estudio, de mucha reflexión. Y yo creo en ese camino, al menos para mí. Así que, si partimos de aquí, puedo decir que de la primera vez que subí al podio hasta el día de hoy ha sido una evolución constante, no rápida, pero sí bien fundamentada. Muchas cosas las volvería a hacer y serían completamente distintas. Porque lo que hay detrás no es un concurso de velocidad, sino un constante repensar «¿qué he transmitido?, ¿es eso lo que quería el autor de la obra?, ¿dónde he limitado al oyente?, ¿he sido honesto con mi trabajo?».
–Al ser la OSC una orquesta compuesta por músicos que se están formando, ¿existe el peligro de que no se produzca una maduración? ¿Cómo se evita este peligro?
–Lo primero es decir que es un privilegio trabajar con todos y cada uno de esos músicos jóvenes, a los que valoro y les deseo lo mejor. Pero, evidentemente, la maduración es más lenta. Ellos están con mil estudios, mil tareas, y es difícil que le den la exclusividad que un proyecto así requiere. Pero la evolución se da, y eso ha sido también fruto de la paciencia. Al principio me preocupaba demasiado, pero con el tiempo te das cuenta de que, efectivamente, todo esto es un camino, y no todos vamos a la misma velocidad, ni al mismo destino, ni en la misma dirección. No obstante, esto no es óbice para comparar el primer programa, con un impromptu para cuerdas de Sibelius, con el último, que fue el Requiem de Mozart. Y en un proceso de tres años, con estudiantes, no está nada mal.
–¿De qué formas une su vocación musical con la sacerdotal?
–En realidad, yo no uno nada. Son dos vocaciones reales que están en mí de una forma natural, igual que, por ejemplo, uno puede tener vocación de médico y también de padre. Tener dos vocaciones es un regalo, en realidad, porque son dos vías para sentirse realizado y unificado. Pero en la práctica sí es cierto que pueden surgir no tanto incompatibilidades como solapamientos. Decía antes que no soy músico al uso, y es por esto. Mi vocación de cura no ha sido nunca un inconveniente, pero es la principal. He suspendido ensayos por atender moribundos, he perdido estudios por visitar a gente mayor o por atender a los niños de comunión. Eso es un handicap, es cierto, pero lo vivo con naturalidad, y la gente –creyente y no creyente- lo entiende. Una cosa es dirigir un concierto y otra, despedir a un feligrés con un funeral digno, como todos nos merecemos. Tener clara esta primacía me ha granjeado también muchas incomprensiones e incluso desprecios dentro del mundo clerical, pues pensaban que si fuese músico «de verdad», debería de estar fumando en pipa y depreciando la vida pastoral. Pero como nunca dije que no a cuanto me han pedido, la música ha tenido que esperar en más de una ocasión. De hecho, los estudios los saqué atendiendo siempre siete parroquias y siendo arcipreste. Y hoy, realizo un máster de alta especialización en música mientras el arzobispo de Oviedo me ha mandado a estudiar la licencia en Sagrada Liturgia. Creo que ya me he acostumbrado a vivir esta doble vocación así, y soy feliz, la verdad.
«Es curioso ver que la Iglesia paga sin rubor a escultores, pintores, orfebres… pero la música la queremos siempre gratis.»
–Es un lugar común decir que en España no se cuida la música litúrgica, ¿está de acuerdo con esta opinión? ¿Por qué?
–Desgraciadamente, la música litúrgica en España pasa por malos momentos. Los motivos son muchos, aunque sería fácil de resolver. Hay lugares muy cercanos a nosotros donde un electricista decide qué se puede cantar o no en las celebraciones de un templo; hay liturgistas que no saben de música e imponen su gusto (?) estético sin más criterio que su propia satisfacción. También ha habido intentos desafortunados por parte de músicos. Unos son tan modernos que desprecian el inconmensurable tesoro que la Iglesia tiene, y otros, queriendo aferrarse a la Iglesia del ayer, enarbolan la bandera de una supuesta tradición, que huele a alcanfort. Tampoco se ha trabajado en la línea de Europa o de otras confesiones cristianas, en las que la necesidad de tener un culto hermoso y digno ha sacado una línea de financiación para poder asalariar profesionales que creen auténticas escuelas de música litúrgica, como por ejemplo París, Colonia, Cambridge o mil sitios más.
–¿Qué se podría hacer para mejorar esta situación?
—Creo que lo primero sería dejar que la música estuviese en manos de músicos; de músicos formados lo mejor posible. E invertir. Es curioso ver que la Iglesia paga sin rubor a escultores, pintores, orfebres… pero la música la queremos siempre gratis. Es por aquello de ser un arte inmaterial: muchos piensan que los estudios no cuestan, el instrumento no cuesta, las partituras no cuestan, los profesores de canto o de instrumento no cuestan… Y no hablo de grandes inversiones tampoco. Por ejemplo, en mis antiguas parroquias saqué 3 becas de estudio para chicos que quisieran estudiar para tocar el órgano. Y se cubrieron de sobra. El precio era irrisorio y, de aquí a unos pocos años, esa parroquia contará con tres jóvenes organistas.
–Muchas veces el debate de la música en la liturgia parece que se establece en polos opuestos: o gregoriano o adaptaciones de canciones modernas. ¿Existe algún punto intermedio? ¿Por qué no se explora?
–El gran debate no existe, porque no hay diálogo. No hace tanto, en una reunión con media docena de músicos sacerdotes, tuve que recordar que los músicos debíamos servir a la celebración y no al revés. Nosotros ponemos al servicio de la fe lo que podemos ofrecer. Pero lo común es lo contrario: usamos las celebraciones para tocar lo que nos gusta o verter en ella nuestros conceptos o planteamientos de fe, que –dicho sea de paso- no nos interesan en absoluto. Porque a la celebración hemos de revestirla con la música y los textos que la Iglesia nos pide. Los textos son los contenidos en el Gradual y la música se pide que sea verdaderamente artística. Así que ni músicos que cantan la Traviata, ni músicos que manifiesten su gran compromiso ético/social/espiritual… porque a la celebración, el creyente no va a escuchar al músico, sino lo que Dios le dice a través de la música, lo cual es muy diferente. Así que, teniendo esto claro, el punto intermedio ya lo tenemos: música de calidad y textos propios. Y a partir de ahí podemos ver que hay música contemporánea realmente inspirada, y que la sencillez del gregoriano también llega al hondón del alma; que en la liturgia hay momentos que piden la calma de la monodia, para reflexionar, interiorizar, orar… y hay aleluyas que piden una gran orquesta sinfónica, porque Cristo ha resucitado. No todo vale, pero en su momento, hay sitio para casi todo.
–Usted está ahora formándose en Roma. ¿Ve allí esta misma dicotomía?
–En Roma hay de todo y lo contrario de todo. De hecho aquí ya no hay bandos de estilos… hay bandos de compositores: los fans de monseñor tal o monseñor cual. Es absurdo. No pongo nombres porque no es mi deseo centrarse en ellos, sino en lo que veo desde fuera. Ambos compositores son muy buenos, pero cada uno en su campo. Y éstos tienen obras emocionantes a raudales, pero también tienen cada cosa… En la música litúrgica hay mucho sitio… es una pena que queramos pretender que un solo estilo o un único compositor lo abarque todo: es imposible.
–¿Se ve componiendo música litúrgica? ¿En qué línea iría?
–Ahora mismo con estudiar latín, griego y demás ya tengo bastante. Pero, cuando pueda, me gustaría retomar la composición. Si, sería litúrgica, e iría en línea de música contemporánea, pero de sólidas bases clásicas. No me gusta la música que suena a borrón, ni tampoco lo tan académico que no se sale de la cadencia perfecta. El hombre de hoy, el que le habla a Dios, tiene muchas emociones encima y no puede sonar como si no pasase nada; pero el Dios que nos habla a través de la música no lo puede hacer entre el ruido y el caos: él es luz y claridad, necesita, por tanto, de la solidez. En esta línea confieso mi admiración por muchos grandes copositores sacros: Tavener, McMillan, Van Botor, Sperling, Essenvalds…
«Una celebración hermosa, acogedora, una homilía bien hecha, siempre es momento de encuentro. Si nuestras celebraciones no se cuidan, no tenemos nada que hacer.»
–Después del entusiasmo litúrgico de los años anteriores e inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II, se ha producido un desinterés muy grande en esta materia, ¿a qué se debe? ¿Qué habría que hacer para que se volviera a tomar conciencia de la importancia de la liturgia?
–El Concilio surge en un momento de la historia de la humanidad que siente vergüenza de sí misma tras las grandes guerras y los totalitarismos. Había una urgencia, y era curar al mundo de sus heridas, y hacérselo notar: estamos contigo. Esta labor, que aún sigue, nos alejó quizás de nosotros mismos, en cuanto creyentes que quieren unirse con su Dios. De hecho, aún hoy estamos pagando ese alejamiento en tantos frentes… Todo sería un esfuerzo de mantenernos en esa línea de salir al encuentro de quien nos necesite y, a la vez, guardarnos un tiempo, unos medios, unas pautas que nos ayuden a no olvidarnos de Dios ni de nosotros mismos. Se puede hacer. Sólo es cuestión de parar, coger aire, y emprender de nuevo el camino.
–¿Cree que la liturgia puede ser un lugar de diálogo de la Iglesia con la sociedad, incluso con la parte de la sociedad menos religiosa o directamente atea?
–Sin duda. Una celebración hermosa, acogedora, una homilía bien hecha, siempre es momento de encuentro. Si yo voy a una boda donde el cura está riñendo o a un funeral donde el cura dice que la muerte se ha llevado a nuestro hermano, no vuelvo. Si la iglesia tiene los manteles sucios, la megafonía no funciona y, además, la ropa del cura tienen un lamparón tan secular como la misma iglesia, no vuelvo. Si la música me habla de cosas que en nada tienen que ver con lo que me convoca, si el que lee no pronuncia, si me aburro soberanamente porque no sé qué hace toda esa gente… no vuelvo. Sin embargo, unos amigos ateos han entrado en una iglesia anglicana de Inglaterra y me han dicho que se quedaron allí toda la misa por el coro y la acogida. Otros, más bien indiferentes, dicen que las vísperas en Notre Dame de París les parecieron de una belleza sobrecogedora… a pesar de ser tan solo una veintena de participantes. Si nuestras celebraciones no se cuidan, no tenemos nada que hacer.
–Durante toda su Historia, la Iglesia ha tenido en la Via pulchritudinis (Camino de la belleza) y la Via silentii (camino del silencio) dos sendas principales para acercarse al misterio. ¿Cómo puede seguir proponiéndolas hoy día a una sociedad cada vez más ensimismada?
–A la belleza no somos indiferentes; es más, cada día la idolatramos más. Sólo hay que ver la de fotos que se publican en las redes, el deseo constante de un cuerpo perfecto, o las empresas tecnológicas lo que invierten en diseño. Por otra parte, ya empiezan a ponerse de moda los lugares sin cobertura. ¡Claro que la sociedad está ensimismada!, pero, como Ícaro, sus alas se empiezan a derretir. La belleza o el silencio son necesidades humanas profundas, no las podemos obviar. De hecho, muchas personas viven rodeadas de ruido por tapar ese grito interior que sólo se escucha desde el silencio. Y lo mismo pasa con la belleza: compramos cosas bellas a fin de que nos embellezcan. Pero en ninguno de los dos casos –el del ruido y el de la adquisición de cosas bellas- nos llenan. ¿Entonces? Entonces hemos de decir que somos reos del miedo: miedo a lo que escuchemos del silencio y miedo a cuánto de bello nos ven los demás. La belleza y el silencio son parte esencial de nuestro ser, y por eso los buscamos desesperadamente. Y nos confundimos tantas veces, porque no nos hemos parado a pensar en la hermosura de las cicatrices de una madre, ni en la belleza de las arrugas de la experiencia en un rostro; y con el silencio, lo mismo: sin él, no podremos escuchar cómo nos perdonamos, o cómo nos quieren a pesar de nuestras miserias.
–Usted es uno de los pocos sacerdotes con permiso para celebrar en rito hispano-mozárabe, ¿qué puede aportar esta liturgia, cuyas fuentes se hunden en la Alta Edad Media, a los hombres y las mujeres de hoy?
–Lo primero que aporta es una mirada desconocida para muchos, una novedad. Y, yendo de fuera hacia dentro, podemos hablar de un rito que es exuberantemente bello, con cantos ancestrales apenas escuchados, una liturgia que huele, que sabe, que escucha… y hablamos también de unos textos sin ambages, donde se llama al pan, pan y al vino, vino; que también lo necesitamos oír de vez en cuando. También he de decir que a este rito uno puede acercarse con deseos arqueologistas, y hemos de advertir que no es recomendable acercarse con este planteamiento. Esta liturgia es una liturgia viva, que habla al hombre de hoy con unos textos del pasado de increíble actualidad. De una espiritualidad profunda, latina, donde hay cabida para el gozo más inabarcable, para la angustia y el dolor, para la pena y la alegría; todo se puede vivir aquí, en una liturgia donde el pueblo no deja de intervenir, donde todo es diferente y, a la vez, eterno.
Leave a Reply